Hace 40 años la geografía de Chile cambió de golpe. El desierto se volvió una tumba, el mar fosa común. Donde había escuelas se improvisaron cárceles, los estadios de futbol se convirtieron en centros de tortura, y una antigua oficina salitrera funcionó como campo de concentración. Cuatro décadas después los sobrevivientes del campamento de prisioneros políticos más grande de la dictadura se reunieron precisamente ahí, en los restos del campo de concentración de Chacabuco, para hacer memoria, para que no se olvide.
II
De
la artesanía al caldo de cabeza: la vida cotidiana
Son las siete de la mañana.
El frío helado de la noche desértica comienza a abrir paso al sol abrasador y
los presos se dirigen a la cancha de futbol “medio despeinados” como recuerda
Jorge Poblete para cumplir con la formación. Ritual de la disciplina militar
que se repetía, en ocasiones, más de una vez al día.
Hugo Valenzuela sale de la
pequeña pieza que comparte con Héctor Toledo, profesor de historia, Gregorio
Mena Barrales, gobernador de Puente Alto y el Gato Sánchez. Se dirigen a la
formación después de haber pasado la noche casi a la intemperie. Los militares
quitaron las puertas de las piezas y los presos han tenido que utilizar pedazos
de tela para protegerse del viento.
Formando una letra U los
prisioneros aguardan de pie a que el capitán Minoletti acompañado de otros
soldados los cuente para ver si no se ha escapado nadie, como si aquello fuera
posible. Después de la inspección hay que cantar el himno nacional, un momento
que quedaría grabado a fuego en la memoria de todos los presos políticos que
alguna vez pisaron un campo de concentración.
“El himno chileno tiene una
particularidad”, explica Jorge Poblete. “Tiene dos estrofas que antes no se cantaban,
que dicen vuestros nombres valientes
soldados, que habéis sido de Chile el sostén, nuestros pechos los llevan
grabados, los sabrán nuestros hijos también, eso se cantaba lo más bajito,
como un murmullo y eso era causa de enojo entre los militares. Pero la última
parte dice, que o la tumba serás de los
libres o el asilo contra la opresión y eso sí era a todo pulmón”.
Al finalizar la hora de la
formación y una vez terminado el escaso desayuno comienza la batalla contra el
tedio, minuto a minuto, segundo a segundo. A diferencia de otros campos de
concentración en Chacabuco no hay un régimen militar lleno de rutinas de
ejercicio. Hay algo igual o peor: un día lleno de nada.
Dentro del reducido espacio
de su casa, Jorge Poblete ocupa algunas horas dedicándose a la artesanía. Su
especialidad es el repujado en cobre y aunque por el momento no lo sepa, esas
láminas llevan impreso su destino. “Curiosamente casi todos los motivos que yo
hacía eran guerreros aztecas. Al año, en mayo del 75, me fui expulsado a
México. Ya de alguna manera México era parte de mi vida”.
Mientras Jorge hace
guerreros aztecas en cobre, su vecino, Hugo Valenzuela, afina los últimos
detalles del show de teatro de los domingos y sale en busca de los actores más
adecuados para cada personaje. El único personaje que falta por asignar para el
domingo es un negrito. Hugo cree saber quién puede personificarlo pero no está
seguro de la respuesta que obtendrá.
Se presenta frente a un
intelectual, un ex empleado del banco que quizá no esté muy dispuesto a debutar
como actor y menos gracias a su color de piel pero Hugo igual le comenta “oye,
necesitamos un negrito…” y antes de que Hugo termine de suavizar un poco la
propuesta escucha a su interlocutor decir “ya, po, yo puedo”. Entonces ya con
los personajes asignados, Hugo se dirige con el productor para que, libreto en
mano, busque o improvise la escenografía.
A unos 500 metros se
practica el deporte. Se sabe que para jugar futbol bastan dos pares de piedras
que la hagan de portería y cualquier objeto, hasta una lata, sirve como balón.
Pero la inventiva de los presos va más allá. Con la madera de las literas se
fabrican raquetas, con bolsas de verdura de las que de vez en cuando llevan las
familias y con un pedazo de tela de gallinero arman una red y con pelotas
viejas cortesía de la Cruz Roja se hacen una cancha de tenis.
“Hicimos hasta una caseta
para el árbitro” recuerda con orgullo José Antonio Guzmán al hablar sobre el
torneo de tenis que, según su testimonio, reunió a unos 50 jugadores. “Todo lo
hacíamos con inventiva, con creatividad”.
Ya entrada la tarde en
Chacabuco es más fácil ver a quienes la depresión y el aislamiento les han
provocado mayores estragos. Entre las hileras de diminutas piezas que sirven
como casa a los presos se extienden largos corredores de arena. Uno de ellos es conocido como el
corredor del caldo de cabeza.
“Tomar caldo de cabeza
quiere decir que por la angustia de estar encerrado, por la depresión ya te
está funcionando mal el cerebro” explica Humberto Figueroa al referirse al
pasillo por el que deambulaban todo el día en un ir y venir interminable varios
prisioneros. Pensando quizás en las posibles razones de su detención o haciendo
cuentas para obtener una fecha de liberación aproximada, buscando la lógica en
medio de la locura.
Son las siete y media de la
noche y el despejado cielo del desierto de Atacama comienza a revelar sus
estrellas cuando, poco a poco, grupos de prisioneros se dirigen a un mismo
lugar. Apuran el paso para poder entrar, salir y regresar a tiempo a sus casas
antes del toque de queda de las ocho de la noche. Van al baño.
Humberto Figueroa recuerda
que iban al baño poco antes del toque de queda porque “para ir al baño, el
sistema eran unas letrinas que tenían como una canaleta de agua que pasaba por
debajo y abierta. Si tú ibas al baño tenías que estar en frente de todo el
mundo y nadie iba al baño de día, todos nos esperábamos a que empezara a
oscurecer”.
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